Por: Jorge Luis Ulloa
La una y cuarenta y cinco de la tarde en cualquier intersección medianamente importante de la ciudad de Santo Domingo.
De repente y de la nada se acerca un objeto volando que se estrella contra el parabrisas del carro, resulta ser una esponja cargada de agua de dudosa reputación. La cosa yace pegada del cristal dos segundos hasta que aparece el dueño: un muchacho de unos dieciséis años, morenito y flaquito. Mientras con una mano estriega el estropajo, con la otra pasa el escurridor, y al mismo tiempo va cantando un dembow o comienza a dar la muela para que le den algo. El semáforo ya cambió y él se acerca a la ventana del conductor:
-Barón, deme algo ahí, no sea así.
-No ombe, mano, no hay na.
-Diablo, no sea tacaño.
-Ta to`, vaye con dio.
Este diálogo se repite interminablemente, día tras día, con algunas variaciones.
Lo cierto es que la ciudad capital vive el esplendor de la era de los tapones provocados por la cantidad de vehículos en circulación, por los semáforos que están apagados o tienen las tres luces prendidas al mismo tiempo, por las construcciones del gobierno, o por algún policía de tráfico, sí, cuando aparece un “semáforo inteligente” que funciona entonces aparece un amet bruto para armar la congestión. Por eso el número de limpiavidrios que zigzaguean en las avenidas es cada vez mayor. Y este personaje por decir alguno; también se puede hablar del cojo que pide, el manco que pide, el inválido que pide, el ciego que pide, la vieja que pide y el sano que pide.
Por ahora no me interesa su bienestar, posiblemente le ingresan al mes más que a cualquier empleado de oficina. Concentrémonos en la reacción que provoco al sujeto del automóvil. Primero el susto cuando la esponja sin previo aviso ataco el cristal. Luego la contemplación hacia el tipo que limpia sin pedir consentimiento. Después decide si le va a dar o no dinero. Pero al final del episodio lo casi seguro es que cuando da la luz verde y se arranca el carro, esos primeros treinta segundos se destinaran con exclusividad a maldecir al azaroso limpiavidrios. ¡Que se ponga a trabaja de verda! ¡Lo que me molesta e que son freco, no piden permiso! ¡Creen que hay que darle dinero obligao! ¡A ese se le ve que e` un drogadicto!
En fin, todo un despliegue descriptivo; más fácil es pensar que el muchacho en verdad disfruta del sol del mediodía y del co2 de los motores. Se igno-ra que él es la consecuencia y no la causa de todo un proceso de exclusión y marginación social. Pero esa historia ustedes bien la conocen. Lo interesante es observar ese fenómeno de movilidad del despre-cio, que nunca va a donde empieza sino donde ter-mina, en lo visible, en lo palpable, en lo que se puede enfrentar cara a cara; porque si bien esta no es una sociedad puramente fachista al menos es fachadista. Y en este caso nuestro amigo el limpia-vidrios personifica lo malo, lo feo y lo molesto del entorno. Es la materialización de lo despreciable. Una tarjeta recordatorio del subdesarrollo.
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